21/12/10

El desprecio

Me hallaba tan preocupado que, por aquellos días, en mi interior se había modificado incluso la imagen que hasta entonces tuve de mí mismo. Hasta aquellos momentos me había considerado un intelectual, un hombre de cultura y un escritor de teatro, género artístico, este último, por el cual siempre había sentido una gran pasión y al que parecía ser arrastrado por una vocación innata. Esta imagen, que podríamos llamar moral, influía también en la física: me veía como un joven cuyas manifestaciones externas -delgadez, miopía, nerviosismo, palidez y abandono en el vestido- testimoniaban por anticipado la gloria literaria a la que estaba predestinado. Pero durante algún tiempo, bajo la presión de crueles ansiedades, esta imagen tan prometedora y halagadora dejó paso a otra muy diferente: la de un pobre hombre atrapado en una patética y mezquina trampa, que no habiendo sabido resistirse al amor por su mujer se había metido en camisa de once varas, sin que pudiera saberse por cuánto tiempo estaría obligado aún a pelear contra la ansiedad mortificante de la penuria económica. También en el aspecto físico me veía cambiado: ya no era el joven genio teatral, aún desconocido, sino el famélico publicista, colaborador de revistas en heliograbado y de periódicos de segunda categoría; o, peor aún, el empleado canijo de una empresa privada o de cualquier oficina estatal.

(Alberto Moravia, El desprecio, Debolsillo 2010, 263 páginas; prólogo de Ana María Moix)

Ana María Moix dice en el prólogo que el protagonista y su esposa finalmente logran comunicarse. Yo creo que Riccardo Molteni, el protagonista, se hace una idea del motivo del desprecio de su mujer desde sus propias elucubraciones. La gran escena de la gruta es la culminación de un solipsismo que va progresando durante toda la novela.

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