
Miré a Muti Lal, que seguía sonriendo dolorosamente, y le dirigí la palabra. Nos presentamos, y él en seguida me contó todo de sí mismo, como lo hacen los muchachos de todo el mundo. Provenía de Pattali, en la provincia de Eata, donde tenía familia. Trabajaba como dependiente en una tienda de Gwailor. Junto con algunos compañeros, dormía en las aceras. Era brahmán, tal como la desinencia de su nombre ya me había hecho suponer. Su piel era clara, casi blanca, y sus rasgos eran los mismos, algo inseguros y delicados, de un muchacho burgués europeo. Efectivamente, sabía leer y escribir, y, más aún, también debía haber frecuentado alguna
high school: se iluminó todo cuando se enteró de que yo era un periodista, quiso conocer el nombre del periódico en el que publicaría mis artículos sobre la India, y ansiosamente me preguntó si también escribiría la “historia” de nuestra velada. Por lo tanto, era un burgués.
(Pier Paolo Pasolini,
El olor de la India, Península 2006, 119 páginas)
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