
El que gritaba era un cochero, que cada noche traía dos litros de vino tinto en el bolsillo del capote. Gabrielle y él no se acostaban enseguida, sino que se sentaban en la cocina, acodados a la mesa, a la luz de la lámpara de petróleo, y hablaban a media voz mientras se bebían el vino. Cuando la madre empezaba a reírse, significaba que enseguida se irían a la cama.
Bajaban la mecha de la lámpara, que no tardaba en apagarse, y la habitación tan sólo quedaba iluminada por la farola de la acera de enfrente. Como estaban en el primer piso y la Rue Mouffetard no era muy ancha, había bastante claridad. El hombre, en mangas de camisa y con calzón largo, levantaba el orinal que los chiquillos habían llenado.
-¡Mierda! ¡El puñetero orinal…!
Abría la ventana y lo volcaba sobre la calle mientras Gabrielle se tronchaba de risa. Ella lo vaciaba en la pila de la cocina y luego dejaba correr el agua.
(Georges Simenon, La mirada inocente, Tusquets 2003, 250 páginas)
A Simenon se le daban bien los ambientes sórdidos. La obra de un novelista profesional (en el buen sentido). Muy buena.
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