9/5/10

Zona fría

La casa donde, una semana después de que el cirujano hubiese movido la cabeza con amargura y le hubiera recosido otra vez el abdomen, había atormentado a su nuera de mayor confianza sobre la idea de una vida después de la muerte, y mi cuñada había confesado que, en términos de pura logística, le había parecido un concepto exagerado, y mi madre, conviniendo con ella, había puesto un veto, por así decirlo, a la cuestión “Decidir sobre la vida después de la muerte”, y continuado su lista de cosas por hacer, con su pragmatismo habitual, abordando otras tareas que su decisión había vuelto más urgentes que nunca, como “invitar a casa uno por uno a los mejores amigos y despedirse de ellos para siempre”. Era la casa desde la que, una mañana de sábado de julio, mi hermano Bob la había llevado a su peluquero, que era vietnamita y asequible y que la recibió con las palabras “Oh, señora Fran, señora Fran, qué mala cara”, y al que había vuelto una hora después para terminar de acicalarse, porque estaba gastando sus millas de viajero frecuente, largo tiempo acumuladas, en dos billetes de primera clase, y un vuelo en primera era una ocasión para emperifollarse, lo cual también se traducía en sentirse mejor que nunca; bajó de su dormitorio vestida para la primera clase, dijo adiós a su hermana, que había viajado desde Nueva York para garantizar que la casa no estuviera vacía cuando mi madre la abandonase -que alguien se quedaría al cuidado-, y se fue al aeropuerto con mi hermano y voló al noroeste del Pacífico para el resto de su vida.

(Jonathan Franzen, Zona fría, Seix Barral 2008, 237 páginas)

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