16/2/11

No digas noche

La verdad es que hasta después de la tragedia yo no sabía nada de Emanuel Orvieto, ni siquiera lo poco que sabían de él su tutora y la asesora: que desde los diez años vivía aquí, en Tel Keidar, con una tía soltera, empleada de un banco; que su madre había muerto hacía unos años, en el avión secuestrado de la Olympic; que su padre se había establecido en Nigeria como asesor de seguridad. Por la sala de profesores circulaba una historia turbia, que el chico estaba enamorado o liado con una muchacha de Eilat, varios años mayor que él, al parecer drogadicta o traficante. Antes de la tragedia, yo no prestaba mayor atención a los comentarios de la sala de profesores, porque están plagados de cotilleos, como lo están, en realidad, los de toda la población.

Lo encontraron a poca distancia de las minas de cobre abandonadas que hay en las inmediaciones de Eilat, diez días después de haber desaparecido de la casa de su tía. Se había caído de un despeñadero o había saltado. Se había fracturado la columna y probablemente había estado agonizando un día entero y la mitad de una noche en la explanada al pie del precipicio, hasta que expiró. Se confía en que no estuviera consciente durante todas esas horas de suplicio, pero no hay forma de saberlo.

(Amos Oz, No digas noche, Ediciones Siruela 1998)

Una pareja perdida en un pequeño poblado junto al desierto. Con este punto de partida el autor trama una historia envolvente: el dolor es cíclico e induce a cometer errores que incuban futuras caídas. Este Israel no es el de los telediarios.

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