
Lo encontraron a poca distancia de las minas de cobre abandonadas que hay en las inmediaciones de Eilat, diez días después de haber desaparecido de la casa de su tía. Se había caído de un despeñadero o había saltado. Se había fracturado la columna y probablemente había estado agonizando un día entero y la mitad de una noche en la explanada al pie del precipicio, hasta que expiró. Se confía en que no estuviera consciente durante todas esas horas de suplicio, pero no hay forma de saberlo.”
(Amos Oz, No digas noche, Ediciones Siruela 1998)
Una pareja perdida en un pequeño poblado junto al desierto. Con este punto de partida el autor trama una historia envolvente: el dolor es cíclico e induce a cometer errores que incuban futuras caídas. Este Israel no es el de los telediarios.
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