Para adentrarse en ese enigma que es Leviatán tiene usted tres
posibilidades. La primera es agarrar la Biblia y meterse en el tremendo
libro de Job, uno de esos textos cuya complejidad provoca desde hace
siglos las más insólitas interpretaciones y que ha quedado en la
mentalidad popular como un ejemplo de paciencia y de tenacidad, pero que
me temo que a estas alturas de nuestra tradición cultural no sirva
absolutamente para nada, porque fuera de la voluntariosa secta de los
Testigos de Jehová no me imagino a nadie repasando esas páginas sobre
las que se construyó una parte notable de nuestra cultura. Bertolt
Brecht, un radical comunista, decía que la Biblia había sido libro
fundamental de su cultura y de su inspiración. Sospecho que un lector de
la Biblia ahora debe constituir una rareza intelectual, por más que yo
sostenga que tiene mayor trascendencia para nosotros que El Quijote, y
ya es decir.
La segunda opción sobre el Leviatán está condensada en otro libro de
un tipo que, según confesión propia, le parió el miedo y vivió siempre
con él, allá por el siglo XVII. Se llamaba Thomas Hobbes y si bien debo
reconocer que es un personaje que detesto desde hace muchos años, y
sobre el que cuando aún sea más viejo me gustaría escribir, publicó un
libro capital para la filosofía política así titulado, Leviatán, aún
menos leído que la Biblia pero muy citado a partir de una paradoja: cómo
conseguir una sociedad donde no impere el miedo.
La tercera opción es una película que lleva por título Leviatán, y
aunque aparentemente no tenga nada que ver con los antecedentes bíblicos
o filosóficos, es el relato más vivo y concentrado de lo que hoy día
podríamos entender como Leviatán. Para animar más al cada vez más
desposeído cuerpo de los cinéfilos debo añadirles que no hay película
que se proyecte en España en este momento que tenga la fuerza, el vigor
intelectual y la calidad cinematográfica de Leviatán. Imagínense si la
aventura será superlativa que el filme es ruso y el director tiene para
nosotros un nombre irrepetible, Andrei Zvyagintsev. Aseguran que además
es candidata a un Oscar de Hollywood, y si me permiten la audacia no
creo que haya filme menos hollywoodiano que esta historia brutal del
Leviatán de nuestra época: el poder absoluto, corrupto y violento.
No sean cándidos y no se piensen que están ante un pestiño de
densidad escolástica. Todo lo contrario. Es un filme lineal que a los
modelnos de la secuencia corta y el diálogo vivo les parecerá
intrascendente. Un lugar del norte de Rusia, hacia el mar de Barents; lo
más parecido a Arizona o París-Texas pero en frío y con oleaje
intimidante.
Allí es donde un hombre ya entrado en la madurez definitiva de los
cincuenta -podrían ser menos, pero la vodka hace estragos- no está
dispuesto a abandonar la casa que construyó con sus propias manos, en un
lugar duro pero de ensueño -no sé desde cuándo los parajes “de ensueño”
se limitan a Acapulco antes de los narcos-, porque “el padrino” local,
alcalde, of course, y corrupto hasta el delirio del crimen y la
omnipotencia, quiere construir un megaproyecto. Como aquí. Es el mundo
que plasmó Rafael Chirbes en la novela. El Leviatán.
Un relato en cine sobre la partitura de un conflicto entre el mafioso
y el hombre cabal que no desea vender ni venderse sino quedar allí
donde construyó su vida y magnificó su entorno. Todo puede cambiar para
un hombre digno si se enfrenta a un poderoso, porque los poderosos rusos
a los intereses los llaman principios. Como nosotros.
No permitan que retiren de los cines este filme inmenso sin que lo
hayan visto, porque le auguro una vida breve en nuestras salas. Sería
como aceptar esas leyes del mercado que mezclan intereses y principios.
Cuenta la historia de un hombre con manos de oro, y que no se dedica a
robar, que sería lo suyo, porque oro llama a oro, y que a buen seguro
pertenece a otra época, la del superviviente del colapso soviético y del
apaño de una economía de subsistencia, en un lugar que se acerca al
culo frío del mundo. Leviatán, de Andrei Zvyagintsev, es un filme
obligado para nosotros, también supervivientes en sociedades menos frías
y no por ello menos ásperas. Difícil llegar tan lejos en la descripción
de dos mundos paralelos; el de quienes viven de su trabajo precario y
el de los que disfrutan de la extorsión impune. Como si estuviéramos
ante una prolongación del siglo XIX a la que, apenas sin darnos cuenta,
nos han ido llevando. Brutal como esas novelas de rusos, aparentemente
sencillas y lineales pero que nos explotan dentro. ¿Habría que recordar
al reaccionario Dostoyevski, o Solzenitsin, o a los temerarios
progresistas como Chéjov o Grossman?
Secuencias memorables, auténticos chispazos teatrales. En el gran
cine ruso siempre hay un toque de gran escenario con magníficos actores
hechos a todo, repito, hechos a todo en la vida y en las tablas. Un
picnic junto al mar de Barents y en otoño-invierno no deja de ser algo
singular, y aún más disfrutarlo disparando con fusiles de combate o de
caza mayor a botellas vacías y a retratos de líderes soviéticos, desde
Lenin a Gorbachov, con el añadido de Yeltsin. (Por cierto, ningún
cineasta español osaría poner de fondo de las escenas más escabrosas de
corrupción el retrato del jefe del Estado. Pues aquí sí tienen a Putin,
presidiendo la bazofia, como un avalador del negocio y de la estafa).
Parece que en Cannes llamó la atención el consumo alcohólico de los
protagonistas, algo que pasaría desapercibido a un espectador del Este y
menos aún ruso. La vodka, en femenino, es una bebida abrasadora que ha
provocado levantamientos populares y desastres personales, pero que es
lo que es. Un licor que no se degusta, se trasiega. Cuando los rusos se
vuelven finos y quieren festejarse toman coñac, desde los tiempos de los
zares; pero en lo cotidiano optan por la vodka. Bastaría un detalle; se
toma de un sorbo, por largo que sea, y directamente a la garganta. Los
rusos suelen decir que todas las vodkas son iguales, sólo las diferencia
la botella; y cabría añadir el destilado.
El Leviatán de Zvyagintsev me evoca al Orson Welles de Sed de mal. Es
un relato desde el fondo de un vaso después de haber agotado mucho
mezcal, mucho whisky o mucha vodka. Cuando la vida se ha vuelto una
tortuosa lucha por la supervivencia entre la dignidad y la humillación,
porque ni los hijos responden, ni la mujer deja de engañarte, ni los
amigos ocultan la traición. Cuando la lucha del hombre por sobrevivir se
transforma en la mentada imagen de Hobbes según la cual el hombre es un
lobo para el hombre. Entonces aparece la Iglesia.
La genuina Iglesia ortodoxa rusa, que podría trasladarse a la
cardenalicia de Toledo o de Madrid si no fuera por la seguridad y el
aplomo secular reconquistado. ¿Acaso no tendrían más de un rasgo común
en su papel de preservativo de los poderosos un cardenal, como nuestro
inefable Rouco, en paralelo al obispal pope infatuado del filme,
refinado y locuaz como un consejero áulico de la añorada Moscú
metropolitana, torpe por dentro y habilidosa por fuera?
Si la globalización de la economía ha traído miseria y crisis amén de
fortunas psicodélicas, la globalización de la cultura ha consentido
milagros. Porque viene de lejos, de qué sino nos iban a interesar
historias de otros mundos. Pero lo admirable de este Leviatán de
Zvyagintsev, un tipo nacido en Novosibirsk -una ciudad que ya he
descrito en otro lugar y que no podré olvidar en mi vida-, consiste en
que parece que nos está retratando a todos en el menos probable de
nuestros paisajes y con el más natural de nuestros paisanajes. Al final,
te quedas sentado en tu butaca y te apetecería un trago de vodka para
brindar por todos los derrotados, ya sean de Barcelona o del mar de
Barents, porque en este filme de una hermosura rusa, nunca exenta de
tragedia y lágrimas, estamos representados todos. Como familiares
íntimos en una boda de la que no conocemos ni a los novios.
(Gregorio Morán, La Vanguardia, 10/1/2015)
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