17/7/13

El vecino de abajo


Las obras comenzaron a traición un lunes a las ocho en punto de la mañana. No hubo preludios ni oberturas, nada que hiciera presagiar lo que se avecinaba. ¿Habrían sido distintas las cosas de haber recibido antes un gentil aviso de que ya podía ir despidiéndome de la paz y el orden durante una temporada? Sea como fuere, el inicio de las obras me pilló en la cama, lamentablemente sola, pues ciertos tragos resultan más llevaderos si una está acompañada, pero desde mi divorcio los retozos en equipo brillaban por su ausencia. Acababa de abrir los ojos y como cada mañana trataba de hacer acopio de valor y energía para levantarme cuando, de repente, una serie de violentos martillazos que parecían salir justo de debajo de mi almohada hicieron retumbar de forma ominosa el suelo y las paredes y convirtieron en zona catastrófica el cálido y delicioso habitáculo donde segundos antes remoloneaba, voluptuosamente envuelta por el olor de mis propias ventosidades, en lo que sin duda supone la única ventaja objetiva de no dormir en compañía. Expulsada de la cama por los martillazos, me precipité a la ducha con el corazón en un puño y a tal velocidad que probablemente batí una marca personal.

( El vecino de abajo, Mercedes Abad, 2007)

Un descenso a los infiernos con sentido del humor en pleno boom inmobiliario.

2 comentarios:

SBP dijo...

Yo tuve una vecina que al limpiar los cristales mostraba demasiado, de su cuerpo. Pero el problema era el marido, que tenía un timbre de voz insoportable. ¡Saludos!

J. L. dijo...

Hace falta paciencia para según qué vecinos.

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