2/7/15

El gran olvido del sr. Peel

Los postmodernos se “han olvidado” del capital. Cuestión de memoria. ¡Cuestión precisamente de esa particular “memoria” que Platón llamó pensamiento! La postmodernidad se propone “saber vivir”. Hombre, no por eso se convierte uno en un Luis Antonio de Villena, un Savater o un Leguina. Pero, por mucho que uno no pueda “vivir” sin gemir por el paro o sin indignarse ante la tortura, por mucho que uno tenga la honradez de votar “no” a la OTAN o de denunciar el expolio perpetrado al obrero al no subirle un punto más su sueldo, “saber vivir” seguirá siendo, como era para Platón; renunciar al pensamiento. Es decir: renunciar a ese nivel en el que un obrero es un obrero, un banquero es un banquero y un capitalista es un capitalista, ese nivel en el que, situados ante “aquello que hace bellas las cosas bellas” e “injustas las cosas injustas”, podemos por primera vez indignarnos ante la injusticia “invivible” que supone el que un obrero sea obrero, por bien o mal que le trate la patronal. También en la “caverna” son posibles los lloriqueos humanistas ante los banqueros sinvergüenzas, ante los empresarios sin escrúpulos, ante los “rehenes del capital” como Reagan, sanguinarios, crueles, cínicos y mentirosos, ante los torturadores sin entrañas o ante los militares golpistas. Pero sólo “fuera de la caverna”, solo en el pensamiento o en la acción revolucionaria, es posible indignarse ante aquello que hace banquero a un banquero, capitalista a un capitalista, obrero a un obrero y militar a un militar. Por eso hablamos en su momento de una “renuncia al pensamiento”, porque a un obrero se le puede tocar, se le puede matar, se le puede torturar, se le puede subir el sueldo o incluso se le puede besar, pero aquellos que hace obrero a un obrero es “invivible”: sólo se puede pensar.

Marx, en El Capital, nos hace el favor de relatarnos la triste historia del infortunado empresario Sr. Peel, quien decidió montar una empresa en Nueva Holanda, se llevó en un barco todo cuanto preveía necesario: dinero, máquinas, materias primas…; era tan previsor y tan inteligente -en eso se parecía, en efecto, a nuestros intelectuales: entender, en él nada tenía que ver con pensar- que, para no olvidarse de nada, se llevó también a los obreros. Su agudeza llegó incluso al extremo de embarcar con ellos a sus familias, asegurando así la reproducción de su clase obrera empaquetada. Pero iay! en cuanto atracó la embarcación, los obreros vieron tierras vírgenes y, como por milagro, dejaron de ser obreros de la noche a la mañana: se dedicaron a la agricultura, a la carpintería, edificaron sus propias casas, criaron gallinas, algunos se convirtieron en auténticos holgazanes y otros incluso llegaron a la osadía de convertirse en competidores del propio sr. Peel. En eso imitaron a los nativos quienes inexplicablemente, andaban por ahí en taparrabos sin la menor intención de aceptar los contratos de trabajo de ese patrón llovido del cielo. Algo había salido mal. Y es que el pobre Sr. Peel se había olvidado algo en Inglaterra; se había olvidado algo que no se podía tocar, ni ver, ni oler, algo que no se podía transportar, algo que no se podía en absoluto vivir: las relaciones de producción capitalistas. ¡Se había olvidado el capital, qué demonios! Reflexionen ustedes y advertirán que el sr. Peel había embarcado todo cuanto un capitalista y un obrero pueden vivir en la sociedad capitalista. Y, sin embargo, se había olvidado, precisamente, el capital: se había olvidado esa violencia sangrienta, esa violencia radical y absoluta, por la que la población inglesa había sido expropiada brutalmente de sus condiciones generales de trabajo. Esa violencia que era el único secreto por el que un hombre es, además de hombre, un obrero. Se había olvidado esa violencia “invivible”, invivible ya en Inglaterra para ningún obrero, para ningún capitalista, pues era precisamente -paráfrasis de Platón- aquello que hacia obreros a esos obreros y capitalistas a esos capitalistas. Esa violencia es previa a cualquier obrero, previa a todas las vivencias, porque es la que define precisamente que quien vive es un obrero. Peel había empaquetado a sus obreros, dejándoles vivir, vivir incluso una vida familiar, y sin embargo, se había dejado en Inglaterra el ser de sus obreros. Lógico: el sr. capitalista Peel no podía sino olvidar aquello que le hacía capitalista (capaz de olvidar, capaz de recordar otras cosas, menos esa): a su vez, los obreros, por definición, era lógico que fueran incapaces de recordar en Inglaterra, único sitio en que eran obreros, aquello que les hacia ser obreros.

¡El sr. Peel se había olvidado, precisamente, de recordar! De recordar aquello-que-merece-ser-recordado-por-excelencia, ya que es algo que, sólo se capta en el recuerdo, siendo como es invisible, intocable, invivible. Aquello que es por naturaleza anterior es el concepto. La próxima vez que se encuentren parpadeando como idiotas ante la tesis platónica de que “conocer es recordar”, piensen en el sr. Peel y se darán cuenta de que lo único que había olvidado concebir su inteligencia era el concepto y lo único que se había quedado en Inglaterra era el capital -esa violencia material expropiadora de las condiciones generales de trabajo. Así es que, por favor, no se rompa la cabeza ahora con estupideces gnoseológicas preguntándose si no estaremos renunciando al materialismo y si no estaremos diciendo algo así como que la idea es anterior a lo real. El materialismo es más sencillo que todo eso: lo anterior en el saber es el concepto; lo anterior en lo real es el ser. No por otra razón, Platón hacía muy bien y era muy buen materialista al llamar al ser con el término Idea. No se preocupe, que eso no quiere decir que los obreros, las piedras y su ombligo estén hechos de algo así como de un aire mental. Eso significa sólo que mientras usted pretenda seguir hablando por los codos, mientras usted siga opinando sobre todo, mientras siga empeñado en “saber vivir”, usted jamás podrá pensar y jamás podrá conocer la realidad: porque la ldea no se puede tocar, ni beber, ni oler, ni meter en su cabeza. La ldea sólo está ahí dónde usted no está, ahí donde usted todavía no está: en el pensamiento que ya no es pensamiento de nadie, en un “pensamiento que se piensa a sí mismo”: el discurso científico y el motivo de ello es precisamente que el ser es siempre anterior a usted, porque es en usted aquello que le define como usted. De ahí que Platón acertara al decir: precisamente porque el ser no se puede vivir, sólo ha de poderse pensar. Usted puede vivir esto o lo otro, puede introducir en su cabeza hasta la imagen de una locomotora, pero jamás un concepto que explicite el ser de algo podrá penetrar en su cabeza cuando el ser es por naturaleza lo anterior a usted. Por eso, si alguna vez quiere usted montar un negocio en Nueva Holanda procure no introducir en su equipaje tan sólo aquellas cosas que “tiene en la cabeza”, por muy previsor que se considere: acuérdese de pensar, acuérdese de preguntar ¿qué es? o se olvidará… hasta de recordar.

¿De recordar qué? De recordar que no hay obreros más que allí donde una sangrienta mano asesina ha arrebatado a la población sus condiciones de existencia. No se olvide, pues, los fusiles; dispare contra todo holgazán en taparrabos que se conforme con comer plátanos y tocar la guitarra, encarrile por medio de la policía la ley natural de la oferta y la demanda de trabajo, destruya sus medios de producción o aprópieselos por la fuerza y cuando la población ya no pueda sino suplicarle un trabajo o morir de hambre, satisfaga su libre elección con una sonrisa. Eso ES el capital. ¿No se acordaba? Eso ES esta sociedad, aunque hoy en día, puesto que nosotros ya somos obreros, puesto que ya no hace falta que nos arrebaten algo que ya nos han arrebatado, no podemos, por nuestra parte, sino recordarlo, lejos ya de nuestras vidas, como aquello que día a día nos define en una vida anterior a nosotros.

A quienes digan que no consideran preciso estar constantemente haciendo alusión al capital para enjuiciar los mil variopintos aspectos de esta sociedad, les sugiero unos minutos de reflexión sobre este triste episodio relatado. Olvidar un concepto supuso para el sr. Peel la ruina de un gran negocio; es cosa de preguntarse hasta qué punto ese mismo olvido no estará suponiendo la ruina de todos esos pequeños negocios que son nuestras vidas. A ver si va a resultar finalmente que “saber vivir” supone, al tiempo que olvidarse de saber, olvidarse también de vivir. Pero, antes de pasar a cuestiones tan delicadas, quisiera servirme de un ejemplo más sobre esta particular amnesia teórica.

UN EJEMPLO
Leyendo Mientras los dioses no cambien, nada habrá cambiado de Rafael Sánchez Ferlosio, uno se da cuenta de hasta qué punto pensar no tiene nada que ver con tener algo en la cabeza. Comentando las impresiones de Alejandro Humboldt durante su estancia en Nueva España (1803), Sánchez Ferlosio acierta a recordar cómo es precisa una violencia originaria para hacer de un hombre un obrero. Pero una cosa es recordar lo que se ha visto, oído y tocado hace tiempo, lo que otros vivieron en la Historia, y otra cosa muy distinta es recordar aquello-que-sólo-puede-ser-recordado: el ser de las cosas no es ningún acontecimiento vital anterior a otros acontecimientos, es lo necesariamente anterior a todo acontecimiento vital: una vida anterior. Lo que nos cuenta Ferlosio es una historia muy bonita, así es que vamos a repasarla en pocas líneas.

Humboldt estaba seriamente preocupado porque los nativos de esas benéficas tierras eran felices comiendo plátanos, tocando la guitarra, haciendo el amor y rascándose la barriga. Lo malo es que tanta felicidad no beneficiaba precisamente a las empresas balleneras europeas, las cuales encontraron serias dificultades para hacerse con mano de obra. Lógico: “¿cómo se pueden encontrar marineros que quieran dedicarse a un oficio tan duro, a una vida tan miserable cual es la de los pescadores de cachalote? ¿Cómo hallarlos en un país en donde el hombre es feliz sólo con tener plátanos, carne salada, una hamaca y una guitarra?”. Solución: quemar las plataneras. Este “remedio violento” es algo más que una bárbara y sanguinaria medida. Sería así si se tratara tan solo de arrebatarles los plátanos: ley de vida, el pez grande se come al chico. Pero el remedio era muy diferente: se trataba de arrebatarles sus condiciones de existencia. Destruir sus plataneras, pero a la vez, procurar que no pudieran volver a replantarlas. Un hombre no es un obrero hasta que no nace en una tierra que no es suya o en un asfalto en el que ya no puede cultivar.

Ferlosio denuncia muy indignado las justificaciones ideológicas de tales procedimientos. Hace falta, sin duda, un cinismo infinito para considerar aquí una manera de civilizar la humanidad. Masacrar a la población indígena hasta transformarla en proletariado no es un tributo pagado al progreso: es una infamia violenta y sanguinaria cuyo único fin es el de beneficiar a las industrias balleneras. Actualmente ya no es necesario que nos transformen violentamente en obreros: nacemos ya obreros desprovistos de toda condición de producción. Somos obreros en paro, obreros que cumplen siete, ocho y hasta dieciséis horas de jornada laboral, obreros que, en el mejor de los casos, tienen que conformarse con tocar la guitarra una vez a la semana. Era de esperar que el actual nivel tecnológico permitiera a la humanidad trabajar menos que los indígenas de Nueva España y vivir con más comodidad; pero no. Ahora como entonces no se trata de nuestra felicidad. Por rica que sea ya la sociedad –las crisis de sobreproducción son prueba de ello- hay que seguir trabajando como bestias así sea para crear stocks que luego hay que tirar- porque de lo contrario, no siendo preciso trabajar más no habría ya más beneficio para el propietario de las condiciones de trabajo y no teniendo que trabajar tanto, no habría ya tanto beneficio para el propietario de las condiciones de trabajo. No, aquí tampoco se trata de Progreso: aquí se trata sencillamente de que aún no nos han sido devueltas nuestras condiciones de trabajo, de tal modo que nosotros podamos decir cuándo queremos trabajar más y cuándo queremos trabajar menos. Por eso, no es que nos comportemos como obreros: es que somos obreros. Por eso, no es que nos explote el patrón al no subirnos un punto más el sueldo, es que estamos definidos, es que continuamos definidos por la cruel y sanguinaria violencia que día a día nos transforma de hombres en obreros. Esa violencia que transformó a los nativos de Nueva España en marineros fue directamente sufrida por aquellos que aún-no-eran-obreros. Hoy, esa violencia es la que nos define como obreros; hoy, esa violencia no puede ser vivida por ningún obrero; hoy, nos vemos obligados a pensar esa violencia, es decir, a recordar en qué consiste ser obrero.

Pero no, Sánchez Ferlosio echa un vistazo a nuestro siglo, se coloca bien las gafas para descubrir alguna otra canallada disfrazada de Progreso y ¿qué descubre?: la catástrofe del Challenger. Normal. Esa violencia de la que hablábamos hace ya tiempo que dejó de ser visible. Jamás un obrero podrá sufrir la violencia que convierte a los hombres en obreros.

¡Para eso tendría que ser un Hombre y no, precisamente un obrero! Como obrero podrá sufrir otras violencias, también humanamente inadmisibles pero esa jamás. Todo lo más, esa violencia será vivida ahí donde deje de ser obrero: en el momento de cortarse las venas, en el momento de volverse loco, en el momento en que el mono sustituye al caballo arrojándose de nuevo al mundo de la delincuencia del proletariado. En el momento, también, de vivir “más acá de la vida”, en esa vida anterior en la que el mundo es aquello capaz de definir el mundo: el concepto. Ahí donde los obreros ya no sufren: sólo ahí es posible sufrir la violencia en que consiste ser obrero.

Sin duda, Sánchez Ferlosio considera mucho más importante indignarse que pensar. Por eso, se indigna ante la masacre de un pueblo feliz del siglo XIX, sin poder indignarse porque esa masacre siga definiéndonos aún como una humanidad masacrada de antemano. El reino de lo siempre-ya-puesto-en-las-cosas-de-antemano, el reino del ser de las cosas, es un reino invisible incluso para los ojos más sensibles, incluso para los ojos más honrados: es un reino del que sólo nos podemos apropiar teóricamente mediante conceptos. Es curioso que Sánchez Ferlosio se haya negado a dar este paso, siendo como es una de las pocas personas que han comprendido en España lo que es el pensamiento científico: un acto de absoluta modestia por el que ciertos hombres deciden callar por entero, dispuestos a dejar de opinar y de existir en un papel en blanco en el que, procurando someterse por entero a la disciplina de una argumentación, ponen la esperanza de que sea la cosa misma la que hable. Menos sorprendente es que Javier Sádaba, proponiéndose “saber vivir” bajo la evidencia de que “el yo es mío”, haya sido incapaz de recordar esa vida anterior a cualquier “yo”, esa vida invivible que nos sitúa ahí donde las cosas llegan a ser lo que son y que es la que define lo que se vive y quien lo vive, qué eres y qué es … Menos sorprendente aún es que el sr. Peel, que era precisamente el propietario de las condiciones de trabajo de los demás, olvidara que un obrero no es un obrero más que allí donde las condiciones de trabajo son sanguinariamente privatizadas en unas pocas manos. El imaginaba que la convivencia democrática todopoderosa era capaz de convencer a cualquier holgazán que tocara la guitarra de que debía perder su vida trabajando en sus fábricas. En cuanto la cosa le fue mal, de pronto “recordó”, en un auténtico golpe de estado especulativo, lo que se había olvidado: la necesidad de asegurar día a día, minuto a minuto, un golpe de estado real lo suficientemente contundente para asegurar su verdadera condición encubierta tras el benévolo demócrata: su condición de usurpador absoluto de todos los medios de producción sociales. El sr. Peel tuvo que “recordar” para seguir siendo lo que era. Nosotros, en cambio, sólo tenemos que “olvidar” para seguir siendo lo que somos: sus obreros.


Carlos Fernández Liria
Santiago Alba


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